El traslado a Italia ha sido largo y complicado. Encontrar una nueva casa, mudarme, hacer varios trabajos (sí, quiero decir más que uno) que me permitan ganarme la vida, crear mi espacio en este pueblecito ha requerido mucho tiempo, mucho más del que normalmente concede mi proverbial impaciencia de Aries. Sigo diciendo que llevo mudándome desde hace año y medio, no acabo nunca de abrir nuevas cajas y reponer cosas.

Sé que este proceso llevará un poco más de tiempo, pero puedo decir que estoy empezando a ver la luz al final del túnel. Por fin encontré un sitio que puedo llamar casa. Es un espacio increíble que ocupa los últimos dos pisos de un edificio altísimo: no hace falta decir que llevar los muebles aquí fue una empresa titánica.

Vivir en un piso tan alto tiene muchos lados negativos: para subir la compra se necesitan bicípites de culturista. Sin embargo, también tiene lados positivos como la vista que quita el aliento, la luz que entra a raudales por las ventanas, la terraza maravillosa que acoge el alma y los amigos de visita.

Hace tiempo una señora la llamó de forma despectiva “el nido de águilas”, etiquetándola como un sitio imposible que no pisaría nunca más. Al principio me sentí ofendida por ese apodo, pero la reflexión de una amiga me ha hecho cambiar de idea.

Esta casa no es nada sencilla, no es un bajo en el que llegas nada más aparcar el coche. Hay que ganársela, con buenas piernas y un espíritu ligero: quien logra llegar hasta aquí es alguien que le ha puesto dedicación, amor y voluntad. Las águilas son animales nobles y majestuosos que vuelan altas en el cielo y tienen una visión completa del paisaje a su alrededor. La continua exposición a los elementos de la naturaleza las hace fuertes y tenaces, capaces de planear sobre cualquier dificultad.

Desde ahora en adelante quiero inspirarme en ellas, sintiéndome en el centro del mundo y a un paso de Dios.

Imagen de portada Martina García Andreoli