Hace algún tiempo estaba pasando por un mal momento personal y me sentía triste y sola. En el día peor de ese periodo tan oscuro me llegó una ayuda valiosa de la persona más insospechada.
Sin ningún motivo aparente, como esas monedas que nos encontramos a veces de repente en el suelo y que acaban siendo un inesperado botín, se acercó a mi María, una anciana de mi pueblo y me contó lo dura que fue su niñez, en esos tiempos en los que los niños no tenían casi nada con el que jugar. Sin embargo, María todavía recordaba esas tardes maravillosas en las que con sus amigas hacían muñecas con unos trapitos y dos botones en lugar de los ojos y pasaban horas celebrando el bautismo del nuevo “bebé”, preparando hasta un pastel para la ocasión.
“Sabes, Paola,” me dijo “incluso ahora, a mi edad, si tengo un momento de tristeza, pienso en esas tardes maravillosas y toda la alegría vivida entonces vuelve a mi, subiéndome la moral”.
Gracias a su profunda sabiduría María acababa de regalarme una de las llaves de la felicidad. Dar espacio a esas “pequeñas cosas” que, al fin y al cabo, son la esencia de nuestra vida. A menudo solemos recordar sólo los grandes eventos: la licenciatura, la boda, el bautismo y la comunión de los niños…sin dar la justa importancia a esos pequeños momentos que nos han calentado el corazón.
Recuperemos esos instantes, volvamos a vivirlos, a sentirlos. Busquemos en la memoria las tardes pasadas jugando en la calle, esos momentos en los que nos hemos quedado en silencio mirando las estrella con una persona especial, las noches en las que nos hemos quedado observando a los niños mientras dormían acariciando su pelo o las risas desenfrenadas con las amigas delante de una copa de vino.
Este es un ejercicio al que tendríamos que acostumbrar nuestras mentes. Nos enredamos demasiadas veces en el laberinto de los recuerdos negativos. Muy a menudo yo misma me sorprendo repitiendo en mi cabeza discursos acalorados que hubiese querido soltarle a los que me han hecho enfadar. Intentemos darle la vuelta a la tortilla: cuando nos demos cuenta que nuestra mente está llevando a cabo extenuantes discusiones abstractas, parémonos. Y respiremos. Busquemos inmediatamente un recuerdo placentero, un pequeño detalle del pasado, un momento en el que nos hayamos sentido amados, felices, confiados, emocionados. Sin embargo, no nos limitemos a sacarlo del olvido. Revivámolo y permitamos que la ola de amor y alegría llegue hasta la última célula de nuestro cuerpo. Recordad: nuestra mente no distingue entre experiencia real o creada ad hoc, por lo tanto en el momento en que realicemos este ejercicio para nuestro cuerpo y nuestra mente las sensaciones probadas serán VERDADERAS, será como estar allí otra vez.
Proust ya había descrito esta sensación en su obra En busca del tiempo perdido, con el ejemplo de la magdalena: el primer mordizco dado a ese dulce tantas veces probado en casa de la tía Léonie no le hizo recordar el pasado, sino que lo catapultó de repente a su niñez. Todos los olores, sensaciones y las imágenes de ese periodo le inundaron en pocos segundos. No estaba recordando el pasado, lo estaba reviviendo otra vez. Es un ejercicio sencillo y maravilloso que todo el mundo puede hacer y que tiene un efecto benéfico en todo nuestro ser.
Nos demuestra que nada desaparece. Todo se queda allí, para siempre, acurrucado en nuestra alma, a la espera que lo redescubramos para regalarnos emociones increíbles que quizás creíamos no volver a sentir nunca más.
Las pequeñas cosas han sido siempre celebradas en el ámbito artístico. Devolvámosles la importancia que tienen, pongámoslas al centro de nuestra vida porque ellas tienen el poder de hacer nuestra existencia especial, de llenarnos de alegría, de reconfortarnos, de infundir las ganas de vivir a unos corazones sacudidos por las vicisitudes de cada día
Foto de portada de Fabrice Van Opdenbosch
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Será cuestión de ponerlo en práctica!
Claaaaarooo! Mañana lo intentamos delante del cafetito de las 9…
Qué vivan las cosas pequeñas, como el perfume!!