Las cosas no van como me gustaría. Cuidado, no estoy diciendo que las cosas me van mal, todo lo contrario, mi vida va bien en términos generales: mi hija está sana y feliz, en mi familia no hay grandes problemas económicos o de salud, mi trabajo es el fruto de una grande pasión… hasta la gata duerme plácidamente en el sofa con una expresión satisfecha dibujada en el morro. Entonces, ¿qué pasa? Pasa que hay detalles más o menos importantes de mi vida que mi mente había imaginado de una cierta manera y que no se han realizado de la forma exacta en la que yo los había planeado . Y esto, como dice mi hermana, me hace cabrear como una hiena del Sur Este Asiático (según ella no nos enfadamos como monas, sino como hienas…no sé si las hienas del Sur Este Asiático se enfadan en vez de reirse, pero a mi me gusta pensar que sí lo hacen).
No pongáis cara de desaprobación que lo sé que la mayoría de nosotros funcionamos de la misma manera: si ganamos 100 queremos 101, si estamos solteros queremos la historia de amor, si tenemos un compañero queremos que esté más presente en nuestra vida… o que nos deje más libertad. En fin, nos encanta regodearnos en la insatisfacción. Y poner resistencia. Obcecarnos en esos detalles que no nos permiten ser felices.
Esta actitud da pie a una guerra en nuestra mente que nos hace vivir en un constante clima de tensión en el que nuestra primera reacción es puntar el dedo hacia los demás: estoy furiosa porque ÉL me ha hecho enfadar, no estoy satisfecha de mi ambiente laboral porque MI COMPAÑERO es un inepto, se me ha estropeado el día porque LA VECINA me ha contestado mal. Delegamos constantemente nuestra responsabilidad, haríamos cualquier cosa para no considerarnos responsables de nuestras acciones o pensamientos.
Desafortunadamente no nos damos cuenta de que este estado constante de tensión está provocado por NOSOTROS MISMOS en contra de NOSOTROS MISMOS, no importa quién haya provocado la situación que nos crea conflicto: el conflicto ya existía dentro de nosotros, sólo necesitabamos un detonante que lo sacara a la luz. Y aquí es cuando entran en juego el compañero, la vecina y el amigo arriba mencionados.
Y cómo se sale de esta situación? Convirtiendo el mirarnos dentro en una costumbre.
Me doy cuenta que hasta para las personas más abiertas puede ser considerada una empresa titánica, pero todo siempre empieza con pequeños pasos.
Cuando estamos sufriendo por algo podemos empezar por preguntarnos qué es lo que estamos sintiendo: identificar cómo nos sentimos es un paso muy importante. Hay personas que están tan desconectadas de sí mismas que no sabrían ni decir qué sensaciones están sientiendo. A mi hija le gusta mucho un juego que le enseñaron en preescolar (lo sigue haciendo aunque sea ya una adolescente): coje unas caras dibujadas con diferentes expresiones – alegría, tristeza, rabia-me las planta delante y me pregunta “Mamá, ¿cómo te sientes?”. ¡La sabiduría de los niños que les lleva a dar una enorme importancia a las emociones me sigue sorprendiendo!
Una vez identificado qué es lo que sentimos buscamos dentro de nosotros la causa. Por ejemplo: si estoy furiosa con mi compañero porque, además de ser un inepto, se pasea por ahí pavoneándose como si fuera un gran trabajador, a lo mejor detrás de mi irritación se esconde mi ego que me empuja a una extrema autoexigencia. La autoexigencia es una mala bestia: el deseo de ser perfectos y la irremediable imposibilidad de lograrlo provoca irritación hacia nosotros mismos y hacia los demás, en los que vemos reflejada nuestra imperfección.
Por lo tanto yo me esfuerzo para trabajar con empeño, entregar los informes cuando toca, hacer el menor número de pausas posibles, y sin embargo ese oportunista acaba siempre siendo considerado mejor que yo, aunque se pase el día hablando con los compañeros. Y si es así, ¿qué pasa? Si siempre nos comparamos con los demás nuestra serenidad es destinada a hacerse añicos. Si nos concentramos sólo y exclusivamente en nosotros mismos nos daremos cuenta que todas las batallas que se libran dentro de nosotros son batallas en contra de nosotros mismos, de los estandares y los límites que nos hemos autoimpuesto.
En el momento en que reconozcamos esta realidad, nos perdonaremos por habernos coartado tanto, nos aceptaremos con todas nuestras maravillosas imperfecciones y podremos por fin respirar hondo, ver un rayo de luz entrando por aquella pequeña ventana y, enterrando el hacha de guerra, disfrutar de un poco de paz.
Foto de portada de Fabrice Van Opdenbosch